En la acción política la escala de valores de todo peronista es la siguiente: Primero la Patria, después el Movimiento y luego los hombres.
Es la octava verdad del peronismo, es un valor, es una filosofía de vida.
Es lealtad.
Es amor al pueblo. Es sentir orgullo al sumergirse en las banderas de un movimiento colectivo que fue capaz de sucumbir entre las mismísimas tinieblas para emerger cantando desde el corazón de los más humildes.
Es mojarse todos los días las patas en la fuente de la memoria, o embarrarse los pies para derribar cualquier muralla.
Es la maravillosa excusa de un pueblo que siempre encuentra una razón para asomar una sonrisa. Es el pan en la mesa, la mano en el hombro y el corazón al desnudo.
Por eso la lealtad será popular o no será nada.
Por eso hoy seguimos emocionándonos al recordar esa mañana en la que, hace 67 años, se gestaba el movimiento popular más grande de nuestro pueblo.
Y lo hacía así, mirando al frente, descamisado y en alpargatas. Sin prometer ni avisar. Marchando por las calles para reclamar por su líder.
Así es el peronismo. Natural, diría el viejo.
Como el buen amigo que siempre está en las malas. Como esa flor que inexplicablemente se las ingenia para brotar entre las ruinas.
Ser leal es tener convicciones y no dejarlas tras ninguna puerta. El leal no se toma licencias ni vacaciones. Es consecuente consigo mismo y da todo por los demás. Siente orgullo al sumergirse en la muchedumbre. Es pueblo, es laburante, cree, se la juega hasta el final.
Ser leal es comprender que sólo un pueblo digno puede construir su futuro. Y sólo un proyecto de país con conciencia trabajadora que trasciende las cenizas, los bombardeos, las proscripciones y persecuciones puede ser capaz de perpetuarse en la memoria colectiva.
Ser leal es tener convicción y sentimiento, sin tanta cháchara. Por eso, cuando alguien intenta definir la lealtad, percibe que las palabras se vuelven pobres e insuficientes. Y quizás por eso también es que es fácil identificar a los leales. Son esos compañeros y compañeras que caminan libres con la mirada mansa y una sonrisa a cuestas. Son los duros que no pierden la ternura. Son los que celebran la vida, la de uno y la de todos. Son los que comprenden que hay una prioridad innegociable; la de defender la Patria.
El leal no especula, no se somete a las corporaciones, no se acobarda al sentir una injusticia, no concibe la ideología como un negocio, no peca de reformista ni utiliza la muletilla de la “conciencia crítica” para resguardar vanidades personales.
Porque los leales no se preparan para el porvenir o el “malvenir”; los leales lo dan todo hoy y mañana y pasado y siempre.
Para ser leal hay que trabajar. De nada sirve ser delegado del delegado del delegado.
Para ser peronista hay que conocer el esfuerzo y el valor de lo más mínimo. El peronista conoce de la sangre y del sudor, del dolor y de la ausencia. Es el que da el ejemplo sin esperar honores ni diplomas. Es ese ser anónimo y querido por sus compañeros. El que se gana el derecho tras someterse ante el mejor tribunal, el del pueblo, el de las mayorías.
Ser leal es sacudirse el dolor y seguir para adelante. Recordar los bombardeos, la proscripción y la persecución, pero no contagiarse del odio tirano de quienes sólo se sienten plenos cuando maldicen y traicionan. Ese sentimiento que padecen los impotentes que no saben construir y los rencorosos que se hacen camino por la prepotencia de los golpes y no de las ideas.
Hoy es el día de la lealtad, la de todos los días. Y debe festejarse por partida doble.
Porque el subsuelo de la Patria sublevada es ya el piso sin techo de los liberados, de los incluidos, de los que hoy son parte de un país democrático y con futuro.
Porque hay un pueblo que tiene como jefa de la Nación a una compañera como Cristina Fernández y aprende día a día del ejemplo inmortal, la entrega y el amor de Néstor. Pero por sobre todas las cosas porque hay 40 millones de argentinos que sonríen por haber recuperado la dignidad.