La derecha ignorante y torpe que pretende gobernar en la Argentina ha
cometido otro de sus grandes desatinos. Más grave que el del policía
Palacios con el que pretendía cuidar nuestra seguridad. Más grave que la
designación del desdichado y resentido Abel Posse, lleno de odio hacia
los jóvenes. No, este error ofende profundamente a nuestra cultura y a
la concepción de la defensa de la vida en la Argentina.
Aclaremos: ¿por qué El Eternauta es el símbolo de los nuevos jóvenes y
también de los veteranos como el que escribe esta nota? Oesterheld nace
en 1919. Fue el maestro de nuestra generación. De la generación que
creció durante los años cincuenta. Hizo las mejores historietas (o
literatura dibujada, como exactamente definió ese arte Oscar Masotta) de
esos años. Primero en la revista Misterix, luego en Hora Cero y
Frontera. Sé que esto no significa nada para el político joven, tan
joven que lo desconoce todo, que gobierna la “culta” ciudad de Buenos
Aires, que lo ha preferido dos veces contra un verdadero, auténtico
intelectual como lo es Daniel Filmus. Pero eso ya está. Ahora tenemos al
pibe, al hijo de un sólido hombre de negocios que ha acumulado una
fortuna tan enorme que puede imponerlo todo o casi todo (aunque, según
creo, no se siente muy orgulloso de su vástago, de su eterno recién
venido al mundo, que ni hablar sabe, ya que tienen que soplarle al oído
lo que debe decir). Detengámonos en este aspecto (no lateral) de la
personalidad del joven Macri: a él le soplan al oído porque ignora el
ABC del arte de la política. Simplemente estaba más cómodo en las farras
de los noventa que en la densidad histórica de la América latina del
siglo XXI. Como a él le tienen que “soplar”, supone que a los jóvenes de
La Cámpora o del Movimiento Evita y otras agrupaciones también “les
soplan”. Les soplan los perversos que quieren hacer de ellos otra cosa
de lo que deberían ser. Y ellos (al ser ya eso que no “deberían ser”, al
haber sido sometidos por el Mal) les “soplan” a los otros niños lo que a
ellos les soplaron, tratan de convertirlos en lo que ellos son, tratan
de infiltrarse en sus mentes. La palabra infiltración es la palabra
fundante de la derecha, sobre todo en el campo de la educación. Cuando
mataron (en 1976) a los curas palotinos de la iglesia de San Patricio,
los carniceros escribieron en las paredes: “Esto les pasa por envenenar
las mentes de nuestros jóvenes”. Uno se pregunta: ¿no harían lo mismo si
pudieran? Posiblemente: la derecha es tan cruel como cada coyuntura se
lo permite. Ya habrá algún organismo que tiene bien anotados en un
fichero infame los nombres de los que tratan (hoy) de robarles lo que
“esencialmente” les pertenece: la Patria, que es “la casa”. Y si algo
quieren es eso: que no les tomen la casa.
Veamos: tratemos de que el pibe entienda. Oesterheld (salvando las
terribles barreras ideológicas) fue, para mi generación, nuestro Walt
Disney. Sólo que no era macartista, ni la jugaba para el lado del
imperio. Pero fue alguien que deslumbró, que iluminó nuestra
imaginación, que la disparó hacia lo infinito. Hoy, todavía, yo podría
dibujarle al pibe un Sargento Kirk en menos de cuatro minutos. Me
inscribí en una Escuela de Dibujo, a los seis o siete años, para poder
hacerlo. También podría dibujarle un Pato Donald, porque también lo amé
de niño, y a Mickey (menos) y al Super Ratón: muchísimo. (Le puedo
dibujar un Súper Ratón en tres minutos. Cuando quiera se lo hago. Así se
entretiene con héroes que le seguirán gustando, ya que puede entender
sus adorables andanzas, no las de Juan Salvo. No se preocupe: a mí
también me gustan, ya que nunca dejaré de ser un niño.) Pero (además de
serlo) crecí, sufrí, me hice hombre y nunca olvido, sobre todo, a Juan
Salvo y sus compañeros. Primero me enamoré del Sargento Kirk, un
desertor del Séptimo de Caballería que tomaba una decisión que marcaría
su vida: elegía estar con los indios y no con su ejército. Elegía estar
del lado de los indios. Vea, eso nos enseñó Oesterheld: a estar del lado
de los indios, de los que siempre pierden, de los desplazados, de los
masacrados, de las víctimas. Max Horkheimer decía: “Sólo una historia
merece ser escrita: una que siempre mire desde el lado de las víctimas”.
(Otro día le explico quién fue Max Horkheimer. ¡No le voy a hablar de
la Escuela de Frankfurt cuando está en juego la vida del Eternauta!)
Hacia fines de los cincuenta (vea, fue el 4 de septiembre de 1957),
en Hora Cero, aparece El Eternauta. La historieta era más que novedosa.
Ante todo, sucedía en nuestro país, en Buenos Aires. Por esos años
estábamos también subyugados por las revistas mexicanas. Que copiaban a
las de EE.UU. y traían a los personajes de los dibujos animados. Pero
esto era distinto, otra cosa. Era una historieta “para grandes”.
Oesterheld ya nos sentía crecidos. Y nos largaba El Eternauta para que
entendiéramos las asperezas de la vida. Juan Salvo (el argumento se
sabe) juega al truco con sus amigos en la buhardilla de su casa. Empieza
a nevar. Esa nevada mata.
En 1982, en SuperHumor, escribí una nota que se llamaba “La nieve de la
muerte cae para todos”. Ya identificaba a la nevada asesina con la
dictadura de Videla. En 1981, en Medios y Comunicación, Juan Sasturain
había publicado su memorable Carta al Sargento Kirk. Cuando le habla de
Oesterheld, el viejo, le dice que le fue mal. Que siguió siempre
eligiendo a los indios. Pero “perdió amigos, el buen nombre en las
editoriales, cuatro hijas. No es mucho en un país lleno de sangre; es
demasiado para un hombre solo”. A partir de 1975 (le aclaro, pibe, para
que vea qué difícil es todo), no estuve de acuerdo con los indios a los
que se unió Oesterheld. Me fui con otros.
Pero el Gran Cacique se había muerto y la confusión era muy grande.
Entre otros motivos, porque el Gran Cacique también se había equivocado,
y mucho. Decían que estaba enfermo. Pero su enfermedad tenía una
sintomatología que siempre lo llevaba a cagarnos a nosotros, los indios
jóvenes que lo habían traído al país. No sé si hay síntomas de izquierda
o de derecha, pero le aseguro que los del viejo eran de derecha. Y que
nos jodió fiero. Sin embargo, Oesterheld siguió con otros pequeños
caciques de una pequeña tribu a la que ya no seguían las grandes
mayorías de las grandes tribus que el Gran Caudillo, al menos, había
sabido convocar. En fin, ésta es una cuestión interna. A usted le
interesa otra. Que no les arruinen la mente a sus pibes, ahí, en las
escuelas. Le cuento un poco más.
Sasturain termina su Carta a Kirk de un modo positivo y (¡ya lo creo!)
corajudo para los años que corrían: lo invita a volver a luchar.
“Supongamos (…) que hay algo urgente por hacer y con sentido: salvar a
la muchacha, defender a los indios o cualquier otra causa abierta. En
eso estamos.” La nieve que empieza a caer en marzo de 1976 cae para
todos y a todos mata. No pregunta, asesina. No hay justicia. Ni para los
indios que eligieron pequeños caciques que se fueron a pelear desde la
distancia, una gran, gran distancia protectora. Ni para los indios que
murieron en insensatas contraofensivas que los soldados de la caballería
enemiga, racista y criminal exterminó de la peor manera. Ni para los
indios que no teníamos caciques, pero tampoco paz. Porque estábamos en
el país de la muerte. Ese país era el de nueva nevada. Todos los que la
nieve mataba eran inocentes. Porque la nieve asesina no preguntaba, no
tenía ni respetaba leyes; culpables eran todos. Mataba sin juicio
previo. Sin fiscales ni defensores. Y los indios que caían no regresaban
jamás. Sus familias pedían por ellos y nada. No había un cuerpo sobre
el que llorar. Una tumba donde ofrecerle reposo y llorarlo y hasta
rezarle o hablarle, locamente hablarle. Así se fue Oesterheld. Se lo
llevaron, lo desaparecieron. Y a sus cuatro hijas: Beatriz (19 años),
Diana (24), Estela (25) y Marina (18). En cautiverio, se dice (y
seguramente es cierto: aunque, ¿puede usted concebir un sadismo tan
exasperado, pibe, cree que algo de esto yace en cualquier mensaje que
provenga de El Eternauta o del Nestornauta que tan obsedido lo tiene?),
le mostraron, con macabra prolijidad, las fotos de los cadáveres de sus
cuatro hijas. ¿Cuánto tiene que sufrir un hombre? ¿Cómo la bestialidad
humana, el asqueante sadismo, el placer por el dolor del otro, pueden
llegar a atrocidades tan inconcebibles? Acláreme ese punto, por favor.
Nuestra generación amó a Héctor Oesterheld y se crió leyendo sus
excepcionales historias, su literatura dibujada. Ahora, mañana mismo,
voy a seguir dando un curso que trata sobre la literatura en tanto
compromiso político. Los grandes autores que he elegido son: Borges,
Walsh y Oesterheld. Creo que es la primera vez que Héctor Germán está
ubicado donde merece: entre los más grandes escritores de nuestro país.
El Eternauta es, para nosotros, el símbolo del héroe que lucha junto con
sus amigos contra la Muerte. Luego conocimos esa Muerte. La padecimos.
Perdimos amigos. Familiares, muchos se fueron. O fuera del país o
arrojados vivos al Río de la Plata, cuyas aguas, desde entonces, son
símbolo de la muerte. Los hijos de nuestra generación encontraron –por
fin– un político que les pareció primero confiable, luego querido y
después se les murió. Ese político –en un 25 de mayo de 2005– dio un
discurso y la televisión lo tomó en primer plano y detrás de él estaba…
¡la madre del Eternauta! ¿Puede creerlo, pibe? Estaba Elsa Sánchez de
Oesterheld, que lloró a su marido (al que culpó durante mucho tiempo y
al que luego entendió y hoy ha vuelto a amarlo), que lloró a sus cuatro
hijas, a un yerno y a un nieto. Estaba porque ese político sabía quién
era. Nadie, ningún periodista, al día siguiente, sacó una nota sobre el
hecho. No reconocieron a Elsa. Yo sí, y seguramente otros también. Pero
–para alegría de Elsa, que tanto necesita alegría y vida y afecto, en
fin: que la amen– publiqué al día siguiente, en este diario por
supuesto, una contratapa que se llamaba: Elsa en el palco del 25. Vea,
pibe, si de ahí, al menos inconscientemente hubiera surgido un empujón,
aunque pequeño, que llevara –con justicia– a identificar a ese político
(usted sabe: a Néstor Kirchner, que también se les murió a los jóvenes
que tanto lo lloraron) con El Eternauta estaría tan orgulloso que el
corazón me golpearía el pecho como un caballo desbocado. (¿Sabe la
fuerza, la potencia de un caballo desbocado? Pregúnteles a sus amigos de
la Sociedad Rural, que tanto bendijo el golpe que nos llevó a
Oesterheld.)
En fin, para resumir y que usted (y quienes lo rodean o, absurdamente,
creen que usted puede gobernar si no le soplan) entiendan algo: El
Eternauta fue el símbolo de mi generación, de esa “generación diezmada”
que Kirchner mencionó en su primer discurso, y los jóvenes de hoy lo
saben y han decidido que también sea el de ellos; el símbolo, ¿no? El
símbolo de la lucha por un país más justo, más libre, más democrático,
que respete de una vez para siempre a todos los indios, a todos los
morochos y a toda la buena gente. Ese es el mensaje. Eso significa el
tan temido (por usted y sus consejeros: porque usted, y disculpe, sin
consejeros: nada) Nestornauta. Nada mejor que ese mensaje de vida y de
respeto por el otro. Y de amor por la política como medio de transformar
un mundo a todas luces injusto, el mundo que usted representa, y de
transformarlo sin violencia (porque la lección se aprendió: con la
violencia se pierde porque es el arma más poderosa de los soldados y
tienen muchas y tienen una crueldad y un desdén por la vida que nadie de
los de este lado podrá tener jamás) y con respeto por los otros y por
la igualdad, por la justicia, por el mundo de los héroes anónimos pero
unidos, por los héroes como El Eternauta. Ojalá estas líneas sirvan para
que usted comprenda a los jóvenes de hoy, que no son los que están de
su lado. Aunque, tal vez, hasta ellos entiendan y se vengan para aquí,
para el lado de los indios, de los hijos de las víctimas. De Oesterheld.